Cita

Clásicos modernos

La esencia de la traducción

 

Especialización y formación continua
Acabo de leer Sobre la teoría de la traducción de Jaume Tur. Un ensayo que contiene lo esencial para comprender el oficio de traductor y que continúa en plena vigencia.

En pocas palabras, se puede decir que una buena traducción es el resultado del necesario equilibrio entre rigor técnico y sensibilidad artística, siempre en aras de la comunicación: lograr transmitir idénticas informaciones tomándose, si es necesario, ciertas licencias en la forma, a fin de favorecer la comprensión del lector, pero sin desvirtuar el carácter de la obra original –todo un encaje de bolillos–.

Si os interesa y contáis con un par de minutos, podéis leer a continuación una síntesis de la obra original.

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A la hora de acometer una traducción es importante que el traductor cuente con una sólida base teórica y técnica. Sin embargo, si desea obtener óptimos resultados, la técnica debe de estar acompañada necesariamente de sensibilidad artística.

Las teorías sobre la traducción y el arte de traducir alcanzaron su auge en el siglo XVIII en Alemania, especialmente a partir de la obra de Winckelmann. Es en ese momento cuando se plantea una cuestión fundamental: si es posible traducir fielmente a autores antiguos y hasta qué punto pueden existir verdaderas equivalencias entre distintos idiomas. Con la fundación de la filología clásica, en tiempos de Goethe, comenzó a elaborarse la teoría de la traducción que señalaba el rigor téorico y la dicción artística como requisitos imprescindibles.

La traducción no es, en su génesis, una obra autónoma sino el resultado de la interpretación que el traductor hace del texto original.

El traductor necesita, en primer lugar, comprender la obra original desde el punto de vista filológico (evitar que se produzcan errores en la comprensión de palabras o en la interpretación del contexto), del estilo (captar e intentar reproducir adecuadamente el acento, el ritmo, las asociaciones…), para culminar con la compresión del todo (la visión de la historia en su conjunto, del entramado de los personajes, su evolución, la ambientación, la ideología del autor…).

Asimismo, debe ponerse en la piel del autor, adentrarse en su universo y estudiar el texto con criterios objetivos. Sin embargo, la objetividad no puede ser absoluta ya que el traductor tiende a interpretar la obra original desde su perspectiva temporal (como lo hace el autor, en la misma concepción de la obra, al interpretar de forma subjetiva la realidad de su tiempo —determinismo histórico—), aunque lo que más condiciona al traductor son, seguramente, sus valores ideales y estéticos. Además de esto, el traductor debe de tener siempre presente al lector para el que escribe (su sentir, su formación y la tradición literaria en su lengua materna), que también asimilará el texto traducido desde su propia subjetividad.

Lo que debe primar al traducir la obra original es el aspecto funcional de la lengua, es decir, la capacidad de comunicar y transmitir idénticas informaciones. Si bien es cierto que los valores estilísticos de dos lenguas diferentes no siempre se corresponden (y más entre sistemas lingüísticos distintos), cabe esperar del traductor una transformación legítima del original, mediante la búsqueda de sistemas comunicativos comunes a ambos idiomas.

Resultará fundamental la pericia del traductor a la hora de comparar e identificar los elementos que se pueden considerar equivalentes en las dos lenguas y aquellos que están presentes en una u otra de forma latente («la lengua es ante todo una vasta potencialidad», W. Schadewaldt), que se incorporarán al lenguaje como nuevos valores expresivos, contribuyendo así a la evolución y enriquecimiento del idioma.

El valor de una traducción se define según la relación de la obra con la norma. A lo largo de la historia las normas utilizadas por los traductores han ido variando, como lo han hecho los gustos artísticos.

Las dos normas más representativas han sido la norma de la reproducción (exige exactitud, fidelidad a la verdad) y la norma del artificio (precisa belleza). La primera está asociada al Humanismo (se olvida del lector y prima el autor, sus particularidades y su época), con Schleiermacher como uno de sus principales exponentes. La segunda se asocia a la corriente del Romanticismo (la obra debe adaptarse al lector y a su tiempo, otorgando el protagonismo a la comunicación de ideas y sentimientos: misma alma con distinto cuerpo), con Ulrich von Wilamowitz-Moellendorf como uno de sus férreos defensores que aboga por la libertad de estilo.

Aunque aparentemente contrapuestas, estas dos normas pueden llegar a confluir y sintetizarse tomando al lector como nexo en común.

El traductor se dirige a un lector que desconoce la lengua original y busca un texto bello, de lectura ágil. También al lector que exige una versión lo más fiel posible al original (cadencia, estilo, ritmo, asociaciones, carga histórica de la lengua…) pero que desea sentir que está ante una obra de arte. El traductor no busca fidelidad incondicional a la verdad, sino veracidad: comprender la verdad y comunicarla al lector, aunque suponga, en ocasiones, un cierto alejamiento de los medios lingüísticos y estilísticos utilizados por el autor.

La elección del método que el traductor emplea depende de épocas, tradiciones literarias, corrientes estéticas y de su interpretación de la obra original. Esa interpretación condicionará al traductor a la hora de determinar el criterio o rigor teórico que guiará su trabajo, y de su acierto y firmeza dependerá buena parte el éxito final. Sin embargo, el criterio a utilizar no depende exclusivamente de la interpretación aislada del texto sino que está supeditado al lector, a su madurez y familiaridad con el marco cultural del que surgió la obra extranjera.

Como conclusión, no se puede valorar adecuadamente una traducción simplemente por el grado de exactitud filológica en relación al texto original, sino que se deben tener en cuenta las normas, el método y el criterio que el traductor ha elegido en cada caso, y tener siempre presente la perspectiva histórica, cultural y estética para evitar juicios erróneos.

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